El cumpleaños
Llegué puntual, como siempre. Acostumbro convertir el tema de la puntualidad en
un caballito de batalla para hablar sobre el respeto hacia los otros. De inmediato me
recibiste con la sonrisa iluminando cada rasgo de tu cara y tu cabello castaño. El
abrazo surgió espontáneo, necesario.
Hoy cumplís sesenta años Luisa y nuestra amistad, casi tiene la misma edad. La
flaca y la petisa éramos para el barrio. Hoy seguís siendo una mujer elegante, delgada
y en tu rostro anguloso unos ojos grises que se van oscureciendo hacia el iris como
una corriente circular. Los labios carnosos son el marco de una sonrisa dispuesta. El
tiempo ha madurado tus encantos.
Me siento en la mesa con tu familia, yo soy “familia” después de tanto vivido
juntos. Tu esposo, Marcos, me trata con cariño y confianza. Tus hijos me llaman “Tía
Analía” y yo que elegí la medicina como pasión y trabajo, encuentro en ellos la orilla
para mi soledad.
El salón se va llenando de la gente que compartió momentos, etapas con vos.
Compañeras de primaria, de secundaria, de talleres en los que anclaste tu búsqueda
de la estética y la belleza. Amigos de hace un rato y de mucho tiempo atrás. Todos
llegan convocados por el cariño que despertás y también cultivas.
El servicio de catering es excelente y disfrutamos de una cena en la que los
sabores compiten con los colores y los aromas son una invitación más para seguir
disfrutando.
La animadora nos convoca para mirar la pantalla que colocaron en el centro del
salón. Empieza a escucharse “De vez en cuando la vida” de Joan Manuel Serrat y
aparecen las primeras fotos de tu infancia. Me enternece esa beba que fuiste.
Aparecen las fotos de nuestras primeras vacaciones en Mar del Plata, vos tenías
diez años y yo nueve. Mis padres les pidieron a los tuyos que te permitieran venir una
semana con nosotros y ellos accedieron. Recuerdo la habitación con las dos camas y
las noches interminables de charla y cuchicheos en voz baja. A pesar de mi tamaño,
siempre más pequeño que el tuyo, arremetía contra las olas y me tenían que cuidar
porque perdía la noción de la distancia con la playa y llevada por el entusiasmo
rumbeaba mar adentro. En cambio, vos permanecías parada con el agua rozándote
apenas las rodillas. Juntas construíamos hermosos castillos de arena y jugábamos a
enterrarnos mutuamente.
Las imágenes del secundario, los partidos de vóley en los que te destacabas. El
uniforme de gimnasia: pollerita azul muy corta y debajo un short negro, remera blanca
y pullover escote en ve azul, por supuesto zapatillas y medias blancas. Íbamos a la
misma escuela y a pesar de tener grupos propios, los viajes los realizábamos juntas.
Por aquél entonces aún vivíamos una enfrente de la otra.
Tu cumpleaños de quince y yo a tu lado tirando de una de las cintas de la torta.
Ambas teníamos novio y los sábados por la tarde íbamos los cuatro al cine o a
caminar. Empezábamos a soñar con casarnos.
Bebo un sorbo de vino blanco, miro a tu familia y los ojos se me humedecen.
¡Cuánta vida compartida, tantas palabras, tantos silencios!
Te veo en la pantalla con Ernesto bebé, tu hijo tendría unos seis meses y yo ya
veía en él sus ojos. El resto de la cara era como la tuya, tan parecido a vos, pero… los
ojos… no.
No hay fotos del casamiento ni del nacimiento de Ernesto. Todo fue precipitado,
no podías disimular tu avanzado embarazo y tus padres conminaron a tu novio a
hacerse cargo. Fue para vos un tiempo de angustia que no compartiste conmigo, te
aislaste y dejé de llamar a tu puerta cansada de escuchar a tu mamá repetir: “No
quiere salir”.
Antes de dar a luz te mudaste a unos treinta kilómetros de tu casa.
Vacaciones en Córdoba, Ernesto tendría unos seis añitos y Lorena tres. Se veían
felices los cuatro. Lore se parece a tu marido. Rubia como él, con su tez blanca y su
mirada penetrante y oscura. Por aquella época te lo pregunté, lo negaste. No me
convenciste, los años traerían la verdad.
Fotos de Ernesto con su título de ingeniero y tu abrazo colmado. Lo miro y sé con
certeza que tiene sus ojos. Birretes al aire y danza de togas. Canta el catalán, “Hoy
puede ser un gran día”.
Las primeras imágenes que te tomaron cuando el cabello comenzó a crecer
después de terminar con la quimioterapia. Te veías un poco cansada, la lucha había
sido ardua pero no permitiste la derrota. Recuerdo la cama del hospital, después de la
operación en la que te extirparon el útero y los ovarios. La tristeza, el dolor, el miedo y
finalmente… la confidencia.
Se suceden en la pantalla épocas más felices. Miro alrededor, las lágrimas
encuentran el camino hacia mi boca. El pecho se me contrae y siento que el aire es
poco. Sin embargo, levanto la vista y me encuentro con la mirada de Ernesto, los ojos
de tu amante, los ojos de mi padre.
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